Prólogo de Sona Mariama y otros cuentos populares de Gambia

Prólogo publicado en “Sona Mariama, y otros cuentos populares de Gambia”, promovido por Correcaminos Solidarios de Tenerife. 
Empecé a comprender África cuando empecé a leer sobre África. La puerta del hall la abrieron dos autores senegaleses, una vez que estando en Dakar pregunté por una librería y me indicaron Aux quatre vents, a la que me dirigí caminando e ilusionado por las calles del Plateau. A uno siempre le encanta visitar una librería, esos tan necesarios templos del saber, pero visitarla en Dakar era para mí aún más especial. No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, pero fue mucho, y de allí salí con dos libros bajo el brazo: “La aventura ambigua”, de Cheick Amidou Kane, y “Lo que yo creo”, de Leopold Sedar Senghor. Fueron dos lecturas que me impresionaron, de repente cambió todo eso que yo había visto en mis primeros viajes a Senegal, una mirada joven y superficial que buscaba más bien el exotismo. Pasaba la primera página de uno de esos libros y era como si abriese la puerta del hall de la casa -donde había permanecido hasta entonces- y me encontrara frente a un espacio con múltiples escaleras, con múltiples estancias, en todas ellas brillaba una luz en su interior.

 

Algunas de las habitaciones que recorrí me las enseñó Senghor, un personaje tantas veces contradictorio (es la contradicción y el conflicto lo que más me interesa de las personas). En su ensayo “Libertad, Negritud y Humanismo” destaca un artículo titulado “La aportación del negro”, que escribió en los años cuarenta del siglo pasado, cuando viviendo en París se vio obligado a demostrar la valía de su raza. Senghor hablaba del alma negra que vive en armonía con la naturaleza, de la convivencia y el diálogo con los animales, de la significación de los objetos a los que se aproximan por medio de la emoción y la intuición, de lo sobrenatural, lo irracional, de la relación con los ancestros, esa comunión entre vivos y muertos, del respeto a los ancianos, del sentimiento comunal, de la solidaridad entre los integrantes de la familia extensa, del sentido espiritual de su arte… Todo ello conformaba parte de su, posteriormente tan criticada, teoría de la Negritud, la que versó su compañero y amigo martiniqués Aimé Césaire: mi negritud no es una piedra cuya sordera arremete contra el clamor del día / mi negritud no es una mancha de agua muerta en el ojo muerto de la tierra / mi negritud no es una torre ni una catedral / mi negritud se zambulle en la carne roja del suelo / se zambulle en la carne ardiente del cielo / agujerea el agobio opaco de su erguida paciencia. / Está de pie la negritud / de pie en la cala / de pie en los camarotes / de pie en el puente / de pie en el viento / de pie bajo el sol / de pie en la sangre / ¡de pie y libre!

 

Desde los años 40 del siglo pasado hasta ahora ha pasado mucho tiempo. La urbanización, la occidentalización, las migraciones, la globalización, las cosas están cambiando en África, y aunque la cultura por supuesto permanece, quizás sea en el campo, en los pueblos, donde las costumbres y las tradiciones se mantienen en mayor medida. En mis primeros años trabajando como Director General de Relaciones con África del gobierno de Canarias solíamos ir a visitar proyectos de cooperación sobre el terreno, una de las veces recabamos en la aldea senegalesa de Kelle, lo recuerdo como una de esas experiencias inolvidables, no era la primera vez que experimentaba algo así pero en Kelle fue aún más especial. La gente del pueblo te recibía con mucho más que los brazos abiertos, en la tradición senegalesa, africana, el extranjero siempre es bien recibido (independientemente de que vaya a financiar algo o no), y aquel día allí estaba todo Kelle, deshaciéndose en detalles y sonrisas con nosotros; cientos de niños nos rodeaban, cantaban, daban palmas, jugaban entre ellos a carcajadas. A su alrededor solo había casas muy pobres, chozas, sin agua, sin luz, un entorno muy deprimido. Enseguida me imaginé lo que diría alguno de nuestros acompañantes, simplemente me puse a esperar a que alguien lo dijera, la frase que estaba esperando no tardó en llegar: hay que ver, no tienen nada y qué felices son, dijo uno o una de los del grupo. Pero yo ya había visitado esa habitación de la casa, la que hablaba del sentimiento de colectividad, la que explicaba por qué para ellos la riqueza es la compañía, el grupo, la familia, los amigos, la comunidad, la capacidad de distribuir entre todos y no de acumular. Por eso eran tan felices todos aquellos niños de Kelle, porque tenían de sobra de lo que para ellos significa su riqueza. Observarlo y comprenderlo en vivo era muy emocionante.

 

Pero tampoco había que ser ingenuo, en otra de esas habitaciones por las que iba transitando leí el prólogo que otro escritor senegalés, Boris Boubacar Diop, escribe para la obra de Anne Cecile Robert magníficamente titulada como “Qué puede aportar África a las sociedades occidentales”. Diop introduce, efectivamente, el esperanzador y bello título de la obra, pero también habla de atrocidades, de guerras, de corrupción, de desprecio, de rivalidades, de enfrentamientos, de pobreza, de falta de posibilidades, de emigración…

 

Y todo eso es África, todas esas habitaciones que he ido visitando, todas esas escaleras que he ido subiendo y bajando también. Pero a mí me gusta quedarme con la parte más humanista, la parte que veo reflejada en muchas de las historias que se cuentan en “Sona Mariama”, este conjunto de relatos que Manuel Arechavaleta ha traducido y editado con una ilusión enorme, una ilusión que se desprende de sus experiencias con la asociación Correcaminos Solidarios de Tenerife sobre el trabajo de construir y mantener un colegio en una deprimida aldea de Gambia. Cuando he visto las fotos del proyecto: fotos de la escuela, fotos de niños y profesores sonrientes, jugando en la patio, comiendo, aprendiendo; cuando mentalmente me he trasladado a aquella aldea de Gambia, o a Kelle, o a otras que he visitado, cuando he disfrutado de las historias que a continuación se narran, cuando he leído la magnífica introducción que me ha recordado a ese estupendo corto de Javier Fesser, “Binta y la gran idea”, es cuando he vuelto a pensar en el humanismo, en la gente buena, en los proyectos tan pequeños y tan importantes a la vez, tan insignificantes para unos pero tan cruciales para otros, que quizás no influyan en los datos macroeconómicos de los países pero sí en el día a día de muchos de sus habitantes. Bravo Correcaminos solidarios, por el humanismo, por crear y mantener vivo este modesto y admirable proyecto. Pero, ¿verdad que cuando nos desplazamos allí y volvemos pensamos que son ellos los que nos dan más a nosotros?

 

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