
Juan Gabriel Vásquez, un escritor que deslumbra.
En el último mes he tenido la suerte de departir con calma con dos escritoras de renombre, en la inevitable conversación con ellas sobre nuestras lecturas de cabecera yo cité a Juan Gabriel Vásquez y la que fue la mejor obra que leí el año pasado: Los amantes de Todos los Santos. Ninguna de las dos la conocía, ni a la obra ni al autor. Bueno, pues eso, más tarde o más temprano (y me da que será más temprano), dejará de suceder, porque si en este momento pueden existir tres o cuatro grandes popes de la literatura latinoamericana, más temprano que tarde se añadirá uno más: el colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Me acabo de empezar y me acabo de terminar «Historia secreta de Costaguana». Acabo de hacer las dos cosas, porque empezar a leer esta novela implica no detenerte hasta el final. Y no porque sea exclusivamente una de esas novelas habilidosas generando intriga (que lo es), sino porque además, está magistralmente escrita: la manera en la que Vásquez utiliza la historia de su país para crear una novela, el paralelismo entre sus dos personajes principales -Altamirano y el famoso novelista Joseph Conrad-, el narrador escogido que no acaba desvelando en palabras escritas el porqué de su intercambio con el lector (el narrador le habla al lector a lo largo de la novela) pero sin embargo ese porqué permanece ahí, en la parte oculta del iceberg, con todo su sentido, clamando su venganza…
El ritmo de la novela, lo que más me ha gustado ha sido el ritmo de la novela, si el ritmo fuera una línea a la que el autor le va dando forma, una línea extendida que sube, que baja, que regresa hacia detrás y vuelve hacía adelante, una línea que zigzaguea, una línea que acelera y que se detiene en seco…, Vásquez va mucho más allá: Vásquez dibuja virguerías sobre la línea, el perfil de una flor, o de una paloma, o lo que le venga en gana: la historia en sujeto de un fusil, la manera de cantar del señor Beckman mientras su mujer se está tirando a otro, la forma en la que nos habla el narrador -yo soy el que cuenta. Yo soy el que soy. Yo. Yo. Yo.- Lo que el narrador vio y lo que no vio. Lo que sabe y lo que no sabe. Lo que recuerda y lo que no recuerda. El flashback sobre un tipo cualquiera que justifica la acción crucial de un desertor desesperado… Vásquez domina el ritmo como nadie y esa es otra de las razones por las que cuando empiezas la novela te obliga, enseguida, a acabarla.
«Historia secreta de Costaguana» está ambientada en un hecho histórico de renombre: la construcción del canal de Panamá (ya sólo de por sí tiene ese aliciente: apasionante la historia de intereses cruzados que rodeó la construcción de tamaña obra). Miguel Altamirano, cronista contratado por la compañía constructora del canal falsea en sus artículos las extremas dificultades de los trabajos frente a sus financiadores franceses. Altamirano pretende manipular la historia (y ahí tenemos otro de los argumentos de la novela, cómo se cuenta y se transmite la historia, no solamente esta historia, sino La Historia). Su hijo, José Altamirano (narrador en primera persona), vive obsesionado con el novelista Joseph Conrad y la publicación de su novela, Nostromo, sobre cierta república latinoamericana, una novela escrita por Joseph Conrad tan parecida a la vida de Altamirano mismo. Joseph Conrad un hombre inventado a sí mismo y con el que Altamirano hijo coincidió una noche en un bar de la ciudad de Colón.
Y al igual que en “Los amantes de Todos los Santos” también están las imágenes: un charco de agua plateada y luminosa como el mercurio. La mirada suelta y azarosa como la de un muñeco dañado. Sus invitados lo aplaudían como focas amaestradas y él apaciguaba los ánimos como si les arrojara un par de sardinas. Lo seguí desde atrás como una geisha que sigue a su señor. Ese hombre que era portador de una sonrisa mucho más peligrosa que cualquier ceño fruncido, autor de apretones de manos más letales que una puñalada franca, etc, etc, etc, y más etc… En fin, tantísimos y tantísimos recursos de maestro que algún día conformarán el símil inevitable: sentado bajo la luz de una lámpara de pie, olvidándose de todo y de todos, sucediéndose una tras otra las horas, sujeta el libro entre sus manos firmes sin que su mirada pueda despegarse de esas páginas escritas que lee con la misma fruición con la que se lee una novela de Juan Gabriel Vásquez…