El lápiz del carpintero

lapiz-carpintero Bellísima. Una novela bellísima. El lápiz del carpintero. No lo que se cuenta sino cómo se cuenta, eso es lo verdaderamente importante, y Manuel Rivas cuenta de una manera extraordinaria, delicada y sensible, magnífica. El doctor Da Barca es un médico republicano encarcelado durante la guerra civil española, un tipo excepcional, lo sabemos porque nos lo narra su carcelero a través de la conversación que mantiene con una prostituta en el prostíbulo para el que trabaja años más tarde, cuando ya ha acabado todo. No sólo es el punto de vista, ese narrador que observa, y es su mirada la que nos cuenta cómo era Da Barca, un narrador a veces omnisciente, a veces en primera persona, a veces otro narrador que no es él; no sólo son los cambios de tiempo, las elipsis, las diferentes voces; no sólo es la técnica literaria depurada y brillante, sino que es, sobre todo y por encima de todo, la delicadeza, la poesía, la sensibilidad, la precisión del detalle, cuando no son necesarios grandes párrafos ni grandes introducciones sino que con narrar un momento concreto basta para entender a la perfección lo que no se dice pero que está ahí, bien armado, bien pensado, bien estructurado, en las entrelineas de la historia -Marisa pensó en la última vez que se habían visto. Ella desangrándose, con las venas abiertas en el baño. Tuvieron que echar la puerta abajo. El abuelo decidió que aquello no había sucedido nunca-. Y si bien los tres personajes principales son magníficos, Da Barca, su mujer Marisa Mallo -cuando es novia y también cuando es anciana, qué gran primer capítulo- y el carcelero Herbal, a mí me han cautivado los otros: Gengis Khan, la bondad o la inocencia de ese gigantón boxeador que llevaba botas abiertas por la punta por donde le asomaban los dedos como raíces de roble. O Pepe Sanchez, el donaire de aquel tipo apuesto que gritaba ¡vamos a tomar el cielo! mientras lo arrastraban por los pasillos de la cárcel para ser fusilado. O la humildad del jardinero Alirio, capaz de provocar la llegada de las estaciones con sus cuidados: su limonero melancólico, su rododentro simpático, la respiración claudicante de su castaño. O la virulencia del abuelo Benito Mallo, vivo todavía en su persona el halcón de sus ojos pero también el resentimiento con el que la mente lúcida se enfrenta a la esclerosis. O el chaval de la estación, o la monja Izarne. Memorables personajes secundarios que otorgan profundidad a toda la trama, la enriquecen, la potencian, y la sitúan a la perfección en aquellos años de la guerra, en aquellas gentes de entonces. El lápiz del carpintero es narrativa, es poesía, es belleza, y por eso me volvió a suceder lo que rara vez me ha sucedido, que nada más terminarla sentí el deseo de empezarla de nuevo, y así hice, para paladearla mejor, y el sabor de cada palabra paladeada fue más intenso si cabe…

 

 

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