La paz de los vencidos

lapazdelosvencidosAl lado de mi calle, pegado al supermercado Mercadona, han derribado la vieja pensión. Era una casa de dos plantas, decadente, con una aureola de eterna tristeza. Me fijaba siempre en ella, y siempre pensaba que cuándo la iban a tirar. A pesar de todo permanecía habitada; junto a la puerta, adherido sobre la pared había un cartel azul oxidado con la letra P y una única y descolorida estrella. Si mirabas hacia el interior ascendía una escalera oscura, una especie de túnel que evocaba imágenes decrépitas. Y eso al lado de mi casa, pegado al Mercadona, en este barrio de clase media, una calle de color naranjas en el Monopoly.

Pues ahí, y justo ahí, entraba de vez en cuando el protagonista de «La paz de los vencidos» (Jorge Eduardo Benavides, XII premio Ramón Ribeyro de novela corta). Quizás pude conocer yo a ese protagonista; pero ¿por qué? ¿Por qué entraba en ese lugar? Ese protagonista vivía por allí cerca, en mi barrio, en esta ciudad de familiares y amigos de toda la vida. Ese protagonista de la novela pasaba las tardes escribiendo en silencio un diario, en una habitación oscura, escuchando por el patio interior las voces de los vecinos. Escribía casi sin saber por qué,  cartas dirigidas a su país, a esos supuestos amigos suyos que ya no lo eran tanto y que tampoco le iban a liberar del desarraigo. Es el desarraigo que no le permite dormir una noche a las cuatro de la mañana porque al levantarse será su cumpleaños, un cumpleaños que pasará solo. Solo, y él lo sabe, mientras pasea a las cuatro de la madrugada con las preguntas pero sin respuestas por las calles de Santa Cruz.

Quién mejor que ese protagonista extranjero (al que quizás yo hubiese podido conocer) para tomar con precisión el pulso, con habilidad el latido, con destreza el sístole y el diástole de una ciudad que él ve y probablemente nosotros no. Qué mejor que un ojo de fuera para decirnos cómo somos los de dentro. Ese protagonista que a pesar de todo se aferra a algo, quizás a ese diario revelador que escribe en forma de novela, a la buena literatura que él mismo escribe, quizás al sentimiento confuso hacia alguna amiga que jamás hubiese conocido. Quizás al vacío, al no tener nada mejor atrás, ni delante, quizás acostumbrándose a una especie de paz que poco a poco va acompañando a los  vencidos.

Yo nunca hubiese subido la escalera de la vieja pensión cercana a mi casa en la que siempre me fijaba (¿por qué me fijaba?); él sí, a visitar a un viejo canoso y abandonado con el que se agarraba de vez en cuando a un poco de conversación, y a unos chupitos de whisky.

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