
“El futbolista asesino” y “Cuadros de Hopper”
Tan sólo unos detalles sobre la muerte de la abuela del protagonista, y sólo un detalle (sólo uno pero magnífico) sobre la realidad de su padre, nos conducen a imaginar todo lo que está ahí pero que no se dice, todo lo que quizá pueda justificar, acaso, ―si hay justificación posible o necesaria―, la crudeza del personaje de Falo. Nicolás Melini asombra con un relato trepidante que no sólo te atrapa desde las primeras líneas, sino que te subyuga, te apalea, te desubica, no te permite respirar a lo largo de sus ciento cincuenta páginas, «La mala leche no es sólo una virtud, también puede considerarse una ventaja. La mala leche imprime carácter sin que corramos el riesgo de incurrir en un exceso de personalidad. Saber dosificar la mala leche es la hostia de la inteligencia». ¿En qué momento y por qué el protagonista decide autodestruirse?, qué perplejidad la del lector que intenta comprender las razones y las acciones de Falo, ¿qué más da si el final ya está tan cerca? ¿verdad Falo?, sí, el final, el final de este puzzle, de este laberinto, de este rompecabezas… Nicolás Melini deslumbra con un relato poderoso, brillante, tal vez inexplicable.
Y a continuación, dos poesías de Nicolás Melini, de su interesante poemario “Cuadros de Hopper”, juzgue el lector:
COSAS QUE REALMENTE IMPORTAN
Estamos todos y nada
marcha bien pero aún así seguimos
sin decirnos las cosas que realmente importan.
En la cocina. Mirándonos los unos a los otros,
mirándonos y hablándonos como si nada, diciéndonos
esto y lo otro como si nada. Como si nada.
Se trata de una incapacidad o del miedo a nombrar
aquello que nos asusta. Todo parece irremediable
y nada se arreglará por hablar de ello. El equilibrio
es demasiado precario para andar tentando
a la suerte. Hablamos de los famosos
y de los conocidos. De nuestros familiares
y de nuestras amistades. Bromeamos sobre nuestra
desgracia. De un modo que resulta ofensivo. Pero
no hablamos de nosotros. Ni de nuestros
sentimientos. Estamos aterrados.
BORRACHA
Es mucho más joven
de lo que parece. Al principio,
cuando E. y yo llegamos
a Madrid, la veía
todos los días cerca de casa,
en la acera frente a los bares,
con otros borrachos.
Se bajaba los pantalones
y las bragas entre dos coches
y meaba, sus genitales
arrugados y escocidos y
sonrosados al aire, riendo
riendo riendo…
Luego nosotros fuimos
cambiando de casa y de barrio,
pero ella también. Y
últimamente —seis años
más tarde— duerme
en el cajero automático
del banco que hay en la esquina.
De continuo me hago esa clase
de preguntas: Cómo y por qué y
qué ha de sentir para querer
vivir así. A veces se sienta
en un banco, cruza una pierna
por encima de la otra
y se queda pensativa, fumando.
Al cabo de un rato está
completamente borracha.
Un día, no hace mucho,
la vimos en un parque cerca
de casa. Estaba sentada
junto a un hombre mayor
que ella. Un hombre
que podía ser, y
seguramente era,
su padre. Un hombre
de campo, pequeño, tocado
con una boina negra. Un
hombre que no vivía
en esta ciudad, que había venido
de lejos para verla.
Ambos guardaban silencio.
Parecían conformarse
con estar allí sentados
un poco más. Ella
parecía una niña. Y,
mirándolos, uno podía
adivinar que tenían
un montón de cosas que decirse,
pero que, de algún modo,
preferían dejarlo estar.
Cuadros de Hopper, de Nicolás Melini, en:
http://sugherir.blogspot.com/2010/02/cuadros-de-hopper.html
Edición original de “Cuadros de Hopper” en «Ediciones La Palma»