
En mi casa, cuando era niño, cuando era adolescente, cuando era joven, se hablaba de educación, de valores, de obligaciones, de respeto, de civismo, de la familia, de los amigos, de los estudios, de la refinería, de deportes, de baloncesto; no se hablaba de arte, el arte no estaba entre los intereses de mi familia y por tanto yo no mamé de él. Así que el primer contacto que empecé a tener con el arte se producía cuando bajaba al piso de abajo a ver a mi amigo Carlos Saavedra, con quien compartía edificio, clase en el colegio, amigos y equipo de baloncesto. Lógicamente yo no sabía nada de arte por entonces, no sabía lo que era la figuración, ni la abstracción, ni lo que había supuesto el paso de la una a la otra, no sabía nada de nada relacionado con ese mundo, pero en casa de Carlos se respiraba todo eso, y había unas máscaras africanas extrañísimas*, que casi daban miedo, y cuadros y libros y catálogos de artistas, y al niño que yo era le parecía todo aquello muy raro, casi como si bajar del noveno al octavo supusiese entrar en otro mundo.
¿Por qué he empezado este texto de este modo? Porque ayer asistí al emocionante acto que la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel organizó en homenaje al arquitecto Vicente Saavedra, tras su triste fallecimiento el pasado 21 de abril de 2021. Durante el evento se proyectó un extracto de un reportaje que Alejandro Krawietz y el director de cine David Baute (artífices ambos de ese estupendo festival de documentales, MiradasDoc) estaban realizando sobre la figura de Vicente Saavedra y en una de las escenas se ve al entrevistador, Krawietz, tocando en la puerta de la casa de ese arquitecto que merecía la realización de un documental. Alguien respetado, valorado, admirado por su bagaje profesional y personal; alguien que merece que se le dedique un documental para difundir su trayectoria y su compromiso con la arquitectura, con el arte, con la cultura y con la ciudad. Vicente Saavedra abría la puerta de su casa desde ese recibidor que me era tan familiar, que yo había atravesado miles, millones de veces sin ser verdaderamente consciente de quién vivía allí.
Diría que fue hace unos dieciocho años cuando mi percepción empezó a cambiar, cuando empecé a darme cuenta de todo el tiempo que había perdido. Fue en el momento que comencé a escribir mi primera novela, una trama inspirada por la fortaleza de la pintora mexicana Frida Kahlo. El proceso de investigación y de escritura me llevó a estudiar toda su obra. Cuando terminé la novela viajé a Londres exclusivamente a visitar una retrospectiva sobre ella que organizaba la Tate Modern. Encontrarme en vivo y en directo con todos esos lienzos que yo conocía perfectamente, aprender a mirar un cuadro de esa manera, comprendiendo el significado de cada pincelada, de cada tonalidad, de cada intención, se convirtió en una visita absolutamente reveladora, transformadora, casi como si viviese un nuevo nacimiento. A partir de entonces el arte empezó a ser un elemento importante en mis motivaciones, en mis novelas, en mis viajes.
Fue cuando empecé a darme cuenta de quién era Vicente Saavedra realmente, no el padre de mi amigo Carlos, sino el arquitecto, el personaje, y reconozco que me eché un poco en cara no haberlo conocido tal y como él era mucho años antes, habiéndolo tenido tan accesible.
A pesar de ello, Vicente y yo nos queríamos mucho. Yo lo apreciaba desde siempre y él también a mí. Puedo llegar a recordar el momento en el que empecé con una tradición que hemos seguido manteniendo hasta hoy. Yo debía de tener diecisiete o dieciocho años, en esa época, durante las navidades, en mi casa solíamos tener excedente de jamón serrano de pata negra, sabiendo lo mucho que le gustaba a Vicente, empecé a bajarle el 24 de diciembre, antes de la cena de Nochebuena, un plato de jamón que cortaba yo mismo en la cocina de mi casa. Bajaba al octavo (tres zancadas de tres escalones, rellano, tres zancadas de tres escalones y ya), me sentaba en el salón que aparece en el documental de Krawietz junto a Vicente, Mercedes, Jorge, Paloma, Cristina, Jaime, Carlos y Pablo, y conversábamos degustando el jamón (que siempre estaba buenísimo), ellos servían una copa de vino o de cava, y pasábamos un rato muy cordial hasta que ya tenía que subir al piso de arriba a cenar con mi familia (tres zancadas de tres escalones, rellano, tres zancadas de tres escalones y ya). Nada más entrar por la puerta mi padre y mi madre, los dos, me preguntaban que qué tal el jamón, que si le había gustado a los Saavedra, y yo siempre decía que sí, y me agradaba sentir que nosotros en el noveno y ellos en el octavo éramos como de la familia.
Es una tradición preciosa que llevo repitiendo durante bastantes años desde entonces, y que he vivido con mucha mayor ilusión estos últimos, en los que poder hablar con Vicente Saavedra me parecía un hecho motivante e inspirador.
Vicente siempre me demostraba su cariño y le encantaba que escribiese, siempre me decía lo mismo: sigue así, no dejes de escribir, pero sobre todo no dejes de trabajar, no pretendas vivir de la escritura, mantén tu trabajo y escribe, hazlo por afición, por pasión, pero sé libre, que no se convierta en una obligación; y eran los suyos bien intencionados y realistas consejos.
Era la época en la que empezaba a disfrutar más de él, las veces que nos encontrábamos o iba a su casa y hablábamos de arte. Le gustaba que le contase de mis viajes y los museos que había visitado en Nueva York, en Washington, en Chicago, en Houston, en Los Ángeles, en Toronto, en Paris, en Londres, en Ámsterdam, en Bruselas, en Berlín, en Múnich, en Milán, en Turín, le comentaba lo que había visto, los artistas que más me habían gustado, un cuadro que me hubiese interesado especialmente, y de todos él era un experto. Hace unos cinco años, recién llegado de México DF (en donde había ido a presentar Tú eres azul cobalto), lo llamé nada más llegar a casa (recordaba el número de teléfono fijo de las miles de veces que llamaba a Carlos de pequeños) para decirle que en una exposición en el Museo de Arte Moderno de Chapultepec había una obra de Millares, otra de Chirino y otra de Domínguez, y él quedó impresionado al escucharlo, pero no tanto como había quedado yo al descubrirlo.
Tuve la suerte de que me contara cómo había organizado la famosa y reputada exposición de esculturas en la calle, de la que después disfruté en un recorrido guiado por Carlos Schwart. Esa visita también me produjo un cierto remordimiento, por haberla hecho demasiado tarde, y por no haberme dado cuenta hasta entonces de que los famosos huevos de La Rambla que habíamos visto toda la vida realmente son una obra denominada Ejecutores y Ejecutados (Xavier Corberó, 1973), y quedé impactado de cómo, todavía en los años del régimen franquista, se les había colado a las autoridades esa escultura en la pacata Santa Cruz que magníficamente retrató Luis Alemany en su novela Los Puercos de Circe. Imaginé que habría sido porque, como me había sucedido a mí durante tantos años, aquellos responsables santacruceros de entonces no tenían ni idea de lo que significaba. Y ello pese a que aquí se vivió la prisión de Fyffes, y los barcos del horror anclados en la bahía desde donde los de negro arrojaban al mar a los rojos metidos en sacas, como bien testimonia Cecilia Domínguez Luis en su novela Mientras maduran las naranjas. Bravo por tanto por los promotores de esa exposición, bravo por lo que supuso en su día y sigue suponiendo para la ciudad.

También escuché con admiración cuando me contó la idea y la organización de aquella exposición que realizaron en sus años de estudiante en Barcelona para financiarse el viaje de fin de curso. Le escribieron a reconocidos artistas de la época solicitándoles un dibujo, recibieron muchísimas respuestas y todo les salió estupendamente. Cuando hace unos años asistí a la inauguración de la exposición que Vicente había recuperado para mostrarla en el colegio de arquitectos de Santa Cruz y me encontré con un dibujo de Otto Dix, uno de mis pintores favoritos, y que había contemplado con fervor en las pinacotecas dedicadas a la Nueva Objetividad en Berlín, quedé impresionado por el alcance que había tenido aquella iniciativa.
O también cuando me explicó y comentamos esa otra fantástica exposición “La búsqueda inacabable”, compuesta por obras provenientes de coleccionistas privados de Tenerife que organizó junto a Javier González de Durana y cuyo cartel anunciador era un lienzo de Guerrero, un autor que había tenido la oportunidad de ver unos meses antes en Houston, en una exposición sobre Expresionismo Abstracto junto a Pollock, Rotkho, De Kooning o Kline.
Ver esas obras en Tenerife era muy emocionante para mí, y ambas cosas se las debía a Vicente Saavedra.

Estoy muy agradecido de haber estado entre los invitados al homenaje promovido por la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel. Un acto que sin duda estuvo a la altura de su homenajeado. González de Durana impartió una conferencia que en algunas partes alcanzó una gran emotividad, lo que le obligó a interrumpir la lectura varias veces debido a que, inevitablemente, se le quebró la voz (esos momentos en los que el dolor por la ausencia del amigo es incluso más intenso que la amistad que compartimos con él; el amigo ya no estará más con nosotros, no existen recursos que sirvan de consuelo, sino ser conscientes de que la vida tantas veces nos supera y solo la impotencia permanece).
Me gustó especialmente cuando Durana narró como a principios de los 70 había escuchado desde su Bilbao natal la organización de una exposición de esculturas en la calle en Santa Cruz de Tenerife de la quedó muy impresionado, le resultaba muy llamativo que aquella iniciativa se pudiese estar organizando cuando él mismo dijo que en Bilbao, en aquellos años, sería imposible programar algo así. Después, ese recuerdo quedó en el olvido. Treinta años más tarde vino a Tenerife tras haber ganado la plaza como director del TEA, en su primer día en la ciudad, nada más dejar las cosas en el hotel, decidió dar un paseo y lo primero que encontró fue la imponente escultura El Guerrero de Goslar, de Henry Moore, y entonces cayó en la cuenta, le vino a la mente ese recuerdo de hacía treinta años; después, un poco más adelante, se encontró con el edificio del Colegio de Arquitectos. Así fue su primer contacto con Santa Cruz, la bienvenida que le ofrecieron dos obras, según sus palabras, espectaculares, dos obras que otorgaban carácter a la ciudad, y las dos tenían que ver con Vicente Saavedra. Durana narró esa anécdota con verdadera emoción, y creo que todos en la sala la escuchamos con el mismo sentimiento.


Durante el acto se fueron proyectando todos sus trabajos, yo los fui observando con minuciosidad, muchos de ellos los conocía pero otros no, y verlos así, ampliados en la enorme pantalla de esa magnifica sala del TEA, era realmente muy impactante, todo ese legado que nos dejan los arquitectos Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos en forma de belleza arquitectónica, en forma de arte. Las fotografías de la urbanización de Tenbel eran sublimes, esos cubos brutalistas, las formas limpias perfectamente dibujadas, integradas sobre un crudo entorno de lava y cardón. La luz de las fotografías, las sombras que generaban sobre el hormigón y el paisaje acentuaban aún más su personalidad, era un lugar en el que te gustaría estar, del que te gustaría disfrutar, un deleite. Durana insinuó que detrás de ellas, de su diseño y estructuración, se escondía una composición musical, e hizo un guiño a Bach y a las obras geométricas de Mondrian o Malevich, aunque a mí quizás me recordasen más a aquellos cuadros cubistas que Picasso pintó en el verano de 1909 cuando estuvo visitando Horta del Ebro. En todo caso, aquella urbanización diseñada para el turismo me parecía de una belleza y de una elegancia extraordinarias, y recordé aquella excelente película de Sorrentino, La gran belleza, cuando un turista, observando la arquitectura del lugar (no recuerdo si era Roma o Florencia), se desplomaba al suelo abrumado por el síndrome de Stendhal.

En el documental dirigido por Baute, aparecían, paseando por las hoy tristísimas ruinas de aquella urbanización, Vicente y Krawietz; impotentes, resignados; y a continuación se veía otra imagen de los dos junto a la arquitectura de masas que se acabó imponiendo en el sur de Tenerife, su gesto era contrariado, de dolor. Vicente decía que cómo se había podido dejar construir aquello y que ya no había solución posible. Entonces pensé que cómo Tenerife había desaprovechado esa oportunidad, que por qué Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos no se habían convertido en el César Manrique de esta isla, evoqué la arquitectura de Lanzarote, e imaginé si algo parecido pudiese haber ocurrido aquí, y no tanta masificación de construcciones de dudoso gusto, o esa autoconstrucción sin encalar, o esas horrendas vallas publicitarias afeando las carreteras (que en Lanzarote están prohibidas), contaminando el paisaje, hiriendo la mirada sin permiso, como si la economía y la belleza fuesen enemigas, incompatibles; o la sensibilidad y el progreso irreconciliables.

En todo caso no creo que esté siendo muy original, eso de que Saavedra y Díaz-Llanos hubiesen significado para esta isla lo mismo que significó Manrique para Lanzarote seguramente lo habrán pensado muchísimos antes que yo, que no tengo ni idea de arquitectura y solo estoy escribiendo este texto como homenaje a un amigo. Pero sí, lo que podría haber sido la isla de Tenerife con una apropiación generalizada del gusto arquitectónico de ellos dos, y después continuado por tantos excelentes arquitectos como Antonio Corona, Federico García Barba, Carlos Schwart, Arsenio Pérez Amaral, Javier Pérez Alcalde, Fernando Aguarta, por citar a aquellos que conozco personalmente, admiro y estimo y que estaban presentes en la sala.
Federico García Barba tomó la palabra, y a él le debo agradecer el título de este artículo, porque dijo que Vicente Saavedra había engrandecido el arte. Habló de la ilusión, de la pasión y del ímpetu constante de Vicente; alguien también comentó cuando Vicente le llegó a decir que no recuerdo qué escultor (no sé si se refería al catalán Jaume Plensa, que envió unas emocionantes palabras grabadas para el acto, ¡cómo admiro su obra!) iba a esculpir otra pieza para Santa Cruz de Tenerife aunque todavía ni siquiera él (el escultor) lo sabía. Una anécdota reflejo de la ilusión, de la pasión, del ímpetu de Vicente… García Barba también habló del museo de Bellas Artes, del estado de abandono en el que se encuentra y de la importancia que podría tener ese museo para la promoción del arte canario en la ciudad, y de cómo el arte engrandecía una ciudad, y de cómo Vicente había engrandecido el arte, y por tanto, de cómo Vicente había engrandecido a la ciudad, y a sus habitantes, que parte de ellos éramos nosotros, los que estábamos en esa sala, o por lo menos yo así lo sentí.
Después tomó la palabra Carlos Schwart para reclamar una calle con nombre Arquitectos Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos, acto seguido, el alcalde, que también estaba presente, leyó orgulloso y con emoción un texto por el que se aprobaba la denominación de esa calle, ante lo cual se produjo una prolongada y sentida ovación, después alguien añadió que eso estaba muy bien, pero que ahora había que ir a por el Museo Vicente Saavedra.
Entonces recordé una de las últimas conversaciones que mantuve con él en su casa, hablábamos de los museos de Santa Cruz, de la falta que hacía un museo que mostrase y promocionase el arte canario, y yo le comentaba lo que me había gustado el museo Smithsoniano de arte americano de Washington, que por qué nosotros no podíamos tener nuestro Smithsoniano de arte canario con todos los turistas que nos visitaban al igual que visitan Washington. Y también le comenté el potencial que para mí tenía el museo de Almeida, ese espacio extraordinario absolutamente infrautilizado, con ese edificio principal, con esas baterías de cañones, con esa terraza, cafetería, vistas, ubicación y que podría convertirse, cada uno a su escala, en algo así como el magnífico museo de historia militar que es Los Inválidos de París, y que no es otra cosa que el museo de historia de Francia. Y le decía que desde allí, desde Almeida (fuese el Smithsoniamo o fuese Los Inválidos), siguiendo en línea recta por la calle de La Rosa, te encontrabas con Bibli, con la Fundación Cajacanarias, con el museo de Bellas Artes, el Círculo de Bellas Artes, el teatro Guimerá, la Recova, el TEA y el museo de la Naturaleza y la Arqueología, y siguiendo recto se llegaba hasta el espectacular Tanque (del que siempre digo que ya lo quisiese Nueva York para sí porque habría todos los días largas colas para visitarlo), y después bajar un poco hasta llegar al auditorio, y que si eso no podría ser un Paseo del Arte, y programar y promocionar en Santa Cruz un Paseo del Arte al igual que lo hace Madrid con el suyo. Un Paseo que fuese arte y pensamiento, capaz de agitar mentalidades insulares que a veces pesan demasiado en esta isla, y que atrajese turistas, y visitantes internacionales, y ofreciese posibilidades nuevas a los canarios, a los turistas, y a tantos peninsulares y extranjeros que están viniendo a Tenerife a trabajar al abrigo de los incentivos fiscales del REF y de la ZEC y a los que a veces esto se les queda pequeño. En fin, apostar de verdad por la cultura y lo que ello implica en la sociedad y en la economía. Vicente me miraba desde la silla de ruedas, y casi ya no podía hablar, y era consciente de que no le salían las palabras, y afirmaba impotente, agitando los brazos, ansioso por todo lo que todavía le gustaría hacer. Qué pena que se haya interrumpido esa pasión, esa ilusión, ese ímpetu…
Cuando tenía este tipo de conversaciones con él me acordaba de nuevo de cómo era posible que hubiese tardado tanto en darme cuenta de quién era realmente Vicente Saavedra, y pensaba qué afortunada había sido su familia: Mercedes (un merecido reconocimiento también para ella, porque en una casa con seis hijos hay muchas obligaciones de las que ocuparse, y hacerse cargo de ellas libera a los otros para que tengan tiempo para sus cosas, no lo olvidemos), Jorge, Paloma, Cristina, Jaime, Carlos, Pablo. Yo estaba sentado en la fila cinco del salón de actos del TEA, y Carlos estaba delante de mí junto a su mujer, Paloma, y su hijo adolescente, Marcos, que quedaba en medio de los dos. Durana leía su sentido y emocionante panegírico, y en un momento Paloma y Carlos pasaron el brazo por detrás del asiento, y la mano de ella se aferró al brazo de él sintiendo y compartiendo con su marido todo aquello que leía Durana, y esos brazos cruzados de los dos protegían a su hijo, y yo pensé que qué suerte tenía también el nieto, presenciando ese precioso homenaje en dónde se estaba profesando tanta admiración por la obra de su abuelo. Y tomé esta foto, y me sentí orgulloso haciéndolo, esta foto de mis amigos.

Juan Cruz cerró el acto, y dijo que había sido uno de los actos más estimulantes para la sociedad tinerfeña de cuantos había asistido, y fue un comentario muy acertado, ese homenaje a la figura de Vicente Saavedra, engrandecedor del arte, engrandecedor de la ciudad, engrandecedor de todos nosotros. Ahí quedaba, distribuida entre toda la sala, desde el alcalde hasta Marcos, la obligación para continuar con ese maravilloso y tan necesario legado.
Y cuando ya salimos y volvía caminado a casa reflexionando en todo lo que acaba de presenciar me acordé de una anécdota que viví con Vicente y Mercedes cuando yo tenía unos veinte años y era un joven ingenuo que no tenía ni idea de nada. Había ido al cine y regresaba a casa muerto de risa por la película que acababa de ver, estaba en el portal esperando el ascensor que bajaba mientras me seguía riendo, cuando llegó al B salieron de él Vicente y Mercedes y me vieron ahí solo, riéndome como si estuviese bebido, y me preguntaron que qué me pasaba, entonces se los conté, que venía de ver una película, y que no había parado de reírme, ellos, viéndome así dijeron: pero bueno, y qué película es esa, y se los dije. A la semana siguiente estuve en su casa, estaban horrorizados, habían ido a ver la película, y no podían creerlo, porque esa película que a mis veinte años me había hecho tanta gracia era Solo en casa, y si yo fuese a verla hoy seguramente pondría la misma cara que debieron de poner ellos dos cuando la vieron en los Óscar o en los Greco allá por 1990, estupefactos ante el rosario de estupideces que se suceden escena tras escena. Muchas veces me acordé de aquello, del bochorno que les habré hecho pasar y lo que ellos habrían pensado de mí, que todavía era un niño, claro, y ya se sabe, quien con infante pernocta, excrementado amanece.
Me gusta recordar esa anécdota, de cómo me vería Vicente entonces, y me gusta recordar cómo nos tratamos después, cuando empecé a escribir, cuando empecé a crecer, cuando empecé a interesarme por todo lo que él era, cuando ir a visitarle a su casa y poder hablar con él un rato era una experiencia muy estimulante. Supongo que es eso la vida, las etapas, cómo nos vamos transformando, cómo van evolucionando los afectos, cómo evolucionaron los míos hacia él y los suyos hacia mí, ese punto de vista de cada uno sobre esa aventura que es transformarte de niño a adulto.
Las pasadas navidades, el 24 de diciembre de 2020, fui a su casa a llevarle el que resultó ser el último plato de jamón porque Vicente falleció el abril siguiente. Estaba en la silla de ruedas, bastante demacrado, ya no podía hablar, pero nunca olvidaré su expresión cuando me vio entrar por la puerta, cómo se le iluminó la cara, la ilusión con la que me recibió, con la que expresaba, de la única manera que podía, su alegría por verme allí, cumpliendo un año más con esa tradición que era suya y mía, y también de toda la familia Saavedra. Pero no quiero terminar con ese recuerdo que en el fondo es un recuerdo triste, prefiero pensar en el magnífico homenaje organizado por la Real Academia Canaria de Bellas Artes, en todo lo que allí se mostró, en todo lo que allí se dijo. Cuando salí de aquel memorable acto pensé, ahora sí que tengo que escribir algo, aunque yo no sepa nada de arquitectura, pero sí de la admiración por una persona que tanto había aportado a esta ciudad, a esta isla, a todas las personas que conoció. Tuve la inmensa suerte de haber sido uno de ellos, de haber tenido durante tantos años, siempre tan próximo, a Vicente Saavedra.
Posdata: He querido publicar este artículo hoy, 25 de diciembre de 2021, las primeras navidades sin Vicente (ahora se me quebraría la voz como se le quebró a Durana). Anoche, antes de cenar, compartí con la familia Saavedra otro plato de jamón.
Sobre el asterisco que aparece al inicio del texto:
*Aquellas mismas máscaras africanas que acabaron apareciendo en una escena de mi novela Tal vez Dakar, quizás como una señal de su legado.
Pablo, magnífico artículo sobre Vicente. Muy cierto todo lo que escribes, y no menos cierto que Santa Cruz no sería la misma si no hubiese estado Vicente, algo que se puede comprobar simplemente recorriendo la rambla de punta a punta.
Cuando decías que en nuestra casa se hablaba de valores, de educación, de deportes o de la refineria, pero no de arte, me he acordado de cómo Vicente logró fusionar dos temas tan, aparentemente, extremos como la industria y el arte con el proyecto de integración de la refineria en la ciudad, pintando artísticamente chimeneas, tanques de petróleo o depósitos de gas. Un proyecto que una vez realizado fue noticia en informativos de ámbito estatal e internacional, pero poco reconocido localmente.
También he recordado una de las últimas veces que hablé con Vicente; paseaba yo con Eva por la zona de Cabo Llanos y viendo todos esos edificios que se han levantado en la zona más nueva de Santa Cruz, Eva me decia que le parecía increíble que en una ciudad como esta los edificios no tuviesen terrazas enfocadas al mar, con las vistas que tendrían y pudiendo disfrutarlas todo el año. Acto seguido nos tropezamos con Vicente, que paseaba por la misma zona, y nos dice: es que es increíble que sigamos dándole la espalda al mar incluso en las nuevas edificaciones de esta ciudad, refiriéndose a la ausencia de terrazas. Y los dos recordamos las magníficas terrazas del edificio Pino de Oro.
Estupenda aportación, Alberto, y qué bien que recuerdes cómo Vicente pintó los tanques de la refinería fusionando industria y arte.
Precioso texto, Pablo. Gracias por acercarnos la figura de Vicente Saavedra a quienes no tuvimos la suerte de conocerlo. Una ciudad es lo que sus habitantes aportan y construyen. Y quienes a lo largo de su vida la mejoran aportando belleza y cultura, se merecen nuestro reconocimiento.
Muchas gracias, querida Susi, muy acertado lo que dices, él lo aportó, y muchos tuvimos la suerte de disfrutarlo.
Precioso relato Pablo, si desde el noveno Vicente era muy querido y admirado, no lo fue menos desde el séptimo!
¡Me consta que así era!, ese edificio tenía magia.