
Andrea Abreu presenta, a los veinticinco años, una estupenda primera novela.
Me encanta la portada de este libro, la pose de la chica gruesa, la supuesta Isora que aparece en la novela, los brazos en jarras, esa expresión entre enfadada consigo misma y enfadada con el mundo, pidiéndole explicaciones a los dos; la cara que imaginas que pone en cada una de las lindezas que va soltando a lo largo de cada uno de los capítulos. Y la otra niña, la que se apunta a sí misma con una pistola de juguete sentada sobre una sucia y ennegrecida bombona de butano; quizás el hecho de apuntarse no sea un juego infantil, sino una manera de intentar ponerse contra las cuerdas, procurando entender su infancia, las experiencias, los encuentros y desencuentros que vive en la novela, aunque no sea realmente consciente de ello, esa maravillosa protagonista sin nombre. Y el lugar en el que están, ¿qué les parece? ¿Por fuera de una pocilga donde guardan los cerdos?
El libro, el objeto, está estupendamente editado: el tamaño, el tacto, la flexibilidad al manejarlo, algo que quieres palpar, y paladear; en su contraportada hay una frase que ondea sobre sus renglones: «puro y ágil como el fuego, una potencia arrolladora, adoro este libro». No estoy cien por cien de acuerdo con cada una de las palabras de esa opinión, después diré el porqué, pero no me extraña que lo adore quien lo dice, esa frase no miente en absoluto como mienten, a veces, las frases que aparecen en las contraportadas de las novelas. Cuando lo abres con la sensación, la expectativa, la ilusión de que vas a empezar una aventura que te va a gustar, aparece la foto de la jovencísima autora, Andrea Abreu, su expresión, su peinado, parece sacada de una película de Tarantino, de Pulp Fiction, pero sin embargo la novela no cuenta nada sobre películas de Hollywood ni falta que hace, sino una historia que atrapa y embriaga y enamora y que está ambientada en otro mundo: en el último barrio del último pueblo bajo las faldas de un volcán en la isla de Tenerife.

Ya lo han dicho todo sobre Panza de burro. Andrea Abreu Arriesga, AAA, utilizando ese lenguaje propio del habla canaria, con esa manera de escribir que te va enganchando, cautivando. No creo que los canarios hablemos así, o al menos diría, no tan así; pero ¿y qué? La historia, sus protagonistas, el barrio, la creación literaria, la atmósfera, esas dos chicas hablan así, pues perfectísimo.
Pero además del lenguaje está la voz que nos muestra la mirada de la chica sin nombre, esa tierna y espontánea visión infantil de todo lo que acontece a su alrededor, de cómo ella observa, siente, absorbe ese micromundo en el que habita junto a su querida y admirada y amada amiga Isora, la de los brazos en jarras. Sus reflexiones, sus comparaciones, la prosa, la inocencia, la incultura, la grosería, ese mundo que está ahí, bajo las nubes, esa panza de burro que cubre y bordea como si fuera un muro flotante, una reja, una celda, todas las casas del barrio.

De las frases más significativas que leí en la noche y en la mañana en las que disfruté de la novela (iba a escribir “en las que devoré la novela”, pero no la devoré como hice recientemente, por ejemplo, con Mandíbula -que reseñé en este mismo blog-, yo no la definiría como una potencia arrolladora como dice la frase de la contraportada, sino que la leí con una sonrisa en los labios, agradecido, paladeándola, como si me estuviera meciendo, acunando, disfrutando de un bello regalo). A lo que iba, una de las frases para mí más significativas del libro es cuando Isora quiere salir del barrio porque lo tiene muy visto ya y sin embargo cuando llega al límite, a un terraplén vacío denominado Redondo, le da miedo; su mundo es ese y no otro, creo es muy canario eso, sin duda.
Bajo el “vulcán”
Panza de burro es una novela deliciosa, ojalá que atraiga a muchos lectores, y a muchos lectores de la edad de Andrea Abreu, que dejen de lado por un momento los autorretratos con morritos que suben cada día a Instagram y sean capaces de concentrarse en el papel, en las ciento setenta y dos páginas que se leen sin interrupción, en esta atrayente manera de contar una historia. Y que después saquen una foto de la portada y la suban a las historias de Instagram, para que muestren otra forma de contar, mil, un millón de veces más rica, más interesante que todas esas fotos, esa dictadura de la imagen, ese también muro a veces, reja, celda, esa otra panza de burro.
Deliciosa novela, sí, ahora bien, cuando su éxito lleve a plantearse su edición en otros países, no sé cómo van a traducirla.
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