
Sobre una experiencia lectora que me sucedió la semana pasada.
Llevaba dos meses sin leer, un exceso de trabajo me obligaba a pasar más de doce horas diarias en la oficina, cuando llegaba a casa me encontraba agotado, no tenía fuerzas sino para tirarme en el sillón y malgastar el tiempo con cualquier cosa hasta irme a la cama: miraba el móvil, los mensajes de Whatsapp, los cansinos grupos, ojeando sin querer las estupideces de los memes y los videos del Tik tok que la peña colgaba como descosidos, como si no tuviesen otra cosa que hacer en la vida, pasando desganado pantallas y pantallas de Facebook sin realmente leer nada, siendo engullido cada vez más por el sillón mientras se me cerraban los ojos… Y así un día, y otro, sintiendo que me faltaba algo, los fines de semana también trabajaba, aunque procuraba escaparme al teatro, o a una exposición, o veía alguna película en Filmin, porque había que apaciguar el hambre del alma… Y empezaba el lunes, y el martes, y el miércoles, y todos los días lo mismo, las doce, trece horas en la oficina, llegar a casa derrotado, malgastar el tiempo en el móvil, con una sensación de carencia, de vacío, e irme a la cama con el estómago revuelto, como cuando tienes hambre y tomas una cena raquítica e insabora que te deja con mal cuerpo toda la noche…
A finales de la semana pasada empezó a cambiar, comencé a domar el trabajo como si mantuviera a raya a un demonio de Tasmania, conseguí salir más o menos a la hora que me correspondía, llegaba a casa y sentía la necesidad de apartar el móvil de mi vista, de desquitarme de toda esa insustancialidad que desprendía su pantalla y de enfrentarme a algo sólido, consistente. El sábado busqué en la mesa donde acumulo los libros pendientes de leer y escogí Castillos de cartón, de Almudena Grandes. Me fui metiendo poco a poco en la historia, un triángulo amoroso entre tres jóvenes (dos chicos y una chica) en los años 80. Iba disfrutando de la trama, del lenguaje, del ritmo, de ir pasando cada página, del tacto del papel, como si estuviese tocando, sintiendo a sus protagonistas, esos tres chicos que decidían ir viviendo su peculiar aventura sin mirar atrás, ni a los lados, ni al futuro: “estábamos en 1984 y teníamos 20 años, Madrid tenía 20 años, España tenía 20 años“, una estupenda frase que resumía acertadamente aquella década, esa novela, me estaba gustando esa experiencia lectora, estuve leyendo sin parar hasta irme a la cama.
El domingo habíamos quedado, regresé a casa sobre las seis de la tarde, llevaba todo el día pensando en retomar la lectura, cuando llegué al último capítulo ya eran las once de la noche, al día siguiente había que trabajar y el despertador sonaba a las seis de la mañana. Pero no podía parar de leer, ese último capítulo era con diferencia el mejor, mejoraba toda la novela, narraba cómo iba evolucionando ese triángulo amoroso según se desarrollaban los acontecimientos, cómo se iba reubicando cada uno en función de sus circunstancias, de sus pensamientos, de sus deseos, de sus frustraciones, mostraba cómo se situaba el uno frente al otro bajo una nueva ecuación que los relacionaba. La narración avanzaba con intensidad, sin descanso, mostrándonos el alma, mostrándonos el fuego, descubriendo por qué cada personaje actuaba así, terminaba así; me ponía en su lugar, me comparaba con ellos, quizás a mí me hubiese pasado lo mismo, cuando los acontecimientos se te vienen encima, te desbordan y te obligan a cambiar tus siguientes pasos, las cosas no eran como las pensabas. Cuando terminé la última página el reloj marcaba las dos de la madrugada, me sentía pleno, me sentía feliz, abrazaba la vida, no tenía hambre, me había zampado la mejor de las viandas y dormí reconfortado.
Bueno, igual no viene mucho a cuento, y más bien tendría que echar pestes de toda esa parte que detesto de los móviles, de todo lo que nos limitan… Pero durante estos dos meses que no he podido leer, que me perdone el cine, que me perdone el teatro, que me perdone la música, que me perdone la pintura…, sí, todas me alimentan el alma, pero no hay un arte más impactante, más profundo, más intenso y más completo, que la buena literatura.
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