A principios de los 90 fui con mi amigo Gabi al cine a ver Milou en mayo, probablemente fuese una de las primeras películas de autor que veíamos, por ese entonces Gabi y yo, que teníamos apenas veinte o veintiún años, nos pasábamos la vida juntos, empezábamos a interesarnos por cosas diferentes y supongo que fue por eso por lo que nos llamó la atención ese título, cuando no conocíamos nada de su director, Louis Malle, ni del cine francés.

Han pasado 30 años de aquello y recuerdo con relativa nitidez la conversación que mantuvimos después: la película nos había encantado, nos parecía que estaba repleta de personajes curiosos, de conversaciones interesantes, y al mismo tiempo nos había resultado divertidísima. Nos complacía esa sensación de que nos hubiese removido algo ahí dentro, de que hubiésemos descubierto otro cine, probablemente pensáramos que nos hacíamos mayores, más maduros, que caminábamos con paso firme hacia lo que queríamos convertirnos…
Desde hacía mucho tiempo quería volver a ver Milou en mayo y lo he hecho en estos días de confinamiento. Es un ejercicio interesante, cuando revés o relees una película, una novela, lo que recordabas de entonces suele no coincidir con lo que aprecias hoy, como así ha sucedido (ya narré una experiencia similar al releer la estupenda Tiempo de cerezas, de Monserrat Roig). Claro que recordaba esas sensaciones descritas arriba pero no había permanecido en mi recuerdo que el principal tema de la película de Louis Malle es la revolución de mayo de 1968 en Francia, ese movimiento primero obrero y después juvenil (que es el que se refleja en la película) que se enfrentaba a la sociedad de la época, a las costumbres establecidas. En una de las escenas se produce una frase sublime. Un señor mayor, burgués, que no quiere que su mundo se mueva un ápice y que observa con desconfianza todo ese movimiento revolucionario, se queda observando a una pareja joven que está besándose a lengüetazo limpio enfrente de sus narices, entonces les dice esa frase con la misma expresión en su rosto que reflejan las palabras utilizadas: odio a la juventud.
Me pareció una frase memorable, dicha por ese hombre, en ese momento, todo su mundo se le venía abajo, el tipo no entendía nada, los jóvenes atacaban todo lo que él era, todo lo que él creía.
Una frase similar se produce en la fantástica novela de Antonio Orejudo, Fabulosas narraciones por historias, una obra plena, intensa, profunda, delirante, en la que te ríes a carcajada limpia. Su trama nos transporta a los años 20 del siglo XX, en Madrid, a través de las vivencias de unos jóvenes estudiantes que se dedican a torpedear todas las tertulias que abundaban en la ciudad (¿los intelectuales? —dice uno de ellos—, son mezquinos, cicateros, parecen sensibles, pero son hienas). Un grupo de jóvenes que huyen del realismo literario, que buscan otra manera de expresarse, romper con lo antiguo, liberar al hombre de la opresora cultura del santo Occidente, demostrar la fragilidad de sus pensamientos y de su moral, mostrar las arenas movedizas sobre las que han edificado sus viviendas. Por la capital corre el rumor de que esos jóvenes son la versión española de los surrealistas franceses, de Breton y compañía. En una de las tertulias, uno de sus señoriales tertulianos, sintiendo exactamente lo mismo que el personaje de Milou en mayo, le dice a uno de esos jóvenes: me cago en la juventud.

Y entonces he pensado si en algún momento yo, que ya he superado los cincuenta, también voy a odiar, a detestar, a cagarme en la juventud algún día; si en algún momento los jóvenes van a remover los cimientos de mi vida, de mis costumbres, de mis ideas, hasta el punto de llegar a odiarlos, a sentir eso que llaman efebifobia.
Pero también he pensado que hace ya muchos años que los jóvenes dejaron de provocar eso, quizás la última vez haya sido en 1968… Continúo con Antonio Orejudo y otra novela suya que me acabo de terminar: “Los cinco y yo”, una obra que tiene ciento veinte páginas buenísimas pero que después va desinflándose como un colchón que pierde aire. Su generación, mi generación, los niños que coincidimos con la transición en España, nos hemos quedado en tierra de nadie, no hemos sido capaces de promover ningún cambio, somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso que no éramos lo suficientemente mayores para llevar la voz cantante en la transición; y la recesión y la revolución tecnológica que estamos viviendo nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Nos hemos adaptado a la comodidad, a la norma, a todos los logros sociales e individuales que ya prácticamente estaban conseguidos, o en camino de ello, cuando cumplimos la mayoría de edad.

Precisamente sobre ese tema hablaba con Gabi en una de las escasas veces que nos hemos vuelto a encontrar desde que empezamos a separarnos poco a poco en la treintena, no por ninguna razón especial, sino porque la vida lleva a cada uno por su camino. Cenábamos, Gabi ahora vestía con ropas hippies, no te entiendo, me decía, tú te has traicionado, ya no eres la misma persona que yo conocí, tenías más chispa, eras más espontáneo, te preocupaban otras cosas, ¿te acuerdas cuando vimos Milou en mayo cómo nos habíamos emocionado? Te has aburguesado en tu trabajo y sus obligaciones, ya no reconozco en ti a la persona con la que más me gustaba estar. Pero eso no es así, Gabi, la vida, las profesiones te llevan por sus caminos, cambiamos, es inevitable, la tediosa rutina también lo es. Pero yo no he cambiado, me decía, yo sigo siendo el mismo, y tú no, y por eso ahora te sientes así, que no has sido capaz de perseguir lo que querías o al menos lo que imaginabas, que has vivido acomodado, que te estás haciendo viejo y ya no vas a poder cambiar nada, no de la sociedad, sino de ti mismo, y esa es tu insatisfacción.
Y es verdad que cuando éramos jóvenes no fuimos capaces, o no quisimos, o probablemente no necesitamos cambiar (casi) nada -me encanta esa canción de Ismael Serrano que traigo a colación, Papá cuéntame otra vez-, y el único atisbo de rebeldía social pseudo juvenil que recuerdo (en el que no participé), el movimiento de 2015 de los indignados, no era una rebeldía verdadera, no pretendía romper con ningún antiguo orden, sino que lo que se atacaba era las consecuencias de la crisis financiera, los recortes, la pérdida de los logros conseguidos: la educación, la sanidad, el empleo; no querían romper con nada, sino recuperar el nivel de comodidades anterior a la crisis, la vida tal y como era antes. Y eso de la nueva política, al final nos ha demostrado que no existía, que aquellos que la reclamaban han entrado en la política de siempre, como también viene a decir la canción de Ismael Serrano.

Y volviendo al tema de Milou en Mayo y de Fabulosas narraciones por historias,
¿La juventud actual va a remover los cimientos de mi vida, de mis costumbres, de mis creencias?
Nosotros cuando éramos jóvenes prácticamente no lo hicimos con nadie (nos encontramos con el trabajo hecho) y ahora que ya no los somos, tampoco observo que la juventud actual lo vaya a hacer (ni siquiera parece firmemente comprometida para el gran reto que tienen por delante: el cambio climático, con el permiso de Greta).
Pero lo que sí puede remover esos cimientos es la tecnología, esa sensación tantas veces abrumadora de que todo va mucho más rápido que nosotros, de lo que podemos asimilar; y en ese sentido la juventud sí se adapta mucho mejor a ella, está naciendo con ella.
No odio a la juventud, no sufro de efebifobia, pero sí que en muchas ocasiones detesto lo que la tecnología está haciendo con los jóvenes, en lo que los está convirtiendo (también a nosotros), esa dependencia absoluta de las pantallas, solamente pendientes del nuevo mensaje que les llega, de sacarse mil fotos para subir la mejor a Instagram, para exhibirse, pendientes de recibir cientos de Me gustas, decenas de mensajes que le dicen lo guapo, lo guapa que están, cuánto le quieren, todos esos emoticonos absurdos que van llegando a lo largo del día y que tienen que responder con más Me gustas, y así se pasan las horas, todas esas alertas de las mil aplicaciones, y las redes, y los vídeos cortos, y los memes, y los juegos, el móvil que los tiene, que nos tiene, absolutamente enganchados, adictos, sin capacidad para concentrarse en nada, para mantener la atención, para interesarse por otras cosas, para dedicarle tiempo a la lectura... Y todo eso sí que remueve mis cimientos.
Los luditas eran un movimiento encabezado por artesanos en el siglo XIX que protestaban contra la revolución industrial porque destruían sus empleos, los reemplazaban por máquinas y por trabajadores menos cualificados que cobraban salarios más bajos.
Ahora se trata del neoludismo…
Quizás llegará el día en que yo también diga lo mismo que el personaje de Milou en mayo, o que el personaje de Fabulosas narraciones por historias: odio a la juventud; aunque no sea realmente efebifobia sino neoludismo, o una mezcla de las dos, y después moriré, y ya no quedarán personas analógicas sino tecnológicas, y me quedaré sin saber el motivo (si acaso lo hubiera) por el que los jóvenes de hoy en día odiarán a los jóvenes que se encuentren en el futuro, cuando ellos sean ya viejos y la Tierra siga rodando.
Debería llamar a Gabi, continuamos viéndonos al menos una vez al año, tiene todo el pelo blanco y sigue llevando sus ropas hippies, carga un móvil del pleistoceno, admiro su autenticidad, cuando tenemos ya unas cuantas copas encima nos abrazamos efusivamente recordando lo bien que lo pasamos aquellos años juntos, no hay reproches sino amistad, la de toda la vida, esa que siempre está ahí aunque nos veamos a cuentagotas. Cada uno es como es, cada uno ha hecho lo que ha podido, en todo caso me gustaría saber qué piensa de todo esto, sus opiniones, esas que escuché tantas veces, siempre me han acompañado de alguna manera…
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