Como un voyeur que retira un cuadro de la pared para mirar por un agujero oculto, así me siento al leer “El invitado amargo”, en la habitación anexa se encuentran Vicente Molina Foix y Luis Cremades, ambos desenterrando, con una precisión erudita, lo que fue su relación amorosa veinte años atrás. Debido a un hecho azarosos -unos ladrones entraron a robar en su casa dejando las cosas desparramadas por el suelo- Vicente descubre las cartas que le envió Luis durante varias décadas; ya con los años pasados, con el tiempo transcurrido, en ese momento dónde lo que ocurrió ocurrió y por tanto se pueden extraer certeras conclusiones de aquella experiencia, Vicente retoma el contacto con Luis para proponerle escribir una novela sobre lo que fue la relación entre ambos reflejada a través del intercambio epistolar. Luis aceptó el reto, y el resultado, este “Invitado amargo”, es una novela original y brillante escrita a dos voces y a cuatro manos.
Yo asisto como espectador, no puedo dejar de mirar por ese agujero oculto bajo el cuadro, como aquella película de Woody Allen -“Otra mujer”-, en la que un hombre escuchaba a través de la pared las conversaciones de su vecino psicólogo con una paciente, y escuchándolos a ellos también se escuchaba a él mismo. El análisis que realizan Vicente y Luis de aquellos sentimientos convergentes y divergentes -de qué cristalina manera se desnudan- es encomiable y poco usual (me recordaba a la intensidad de “El Alexis o el tratado del inútil combate”, de Marguerite Yourcenar -que de hecho es nombrada en un pasaje del libro-). Ya lo avanza Luis en las primeras páginas: “tengo la costumbre de hablar conmigo, de interpelarme frente al espejo, de decirme a las claras lo que soy y lo que no, de ponerme en mi lugar frente a las fantasías aprendidas en lecturas o conversaciones, es una manera de encarar mi propia imagen para disolver las ilusiones, y sobre todo, los conceptos, las ideas, los prejuicios, como formas más estables, más rígidas y peligrosas que las propias fantasías”. Con ese planteamiento sobre uno mismo sólo podría salir un libro como este.
Vicente tiene 35 años y Luis 19 cuando se conocen e inician esa relación. Vicente es el hombre maduro, cuenta con la ventaja sobre Luis, como él mismo escribe, de sus muchas lecturas (me encanta esa frase, la formación de cada uno en función de lo que ha leído -una imprescindible actitud vital-). Luis, en cambio, presenta más dudas, normal con 19 años, lo que no es normal a esa edad es la precisión de los sentimientos expresados en esas bellísimas y sorprendentes cartas que escribe. Vicente responde con solvencia: “cualquier amor adulto entre seres inteligentes será conflicto y difícil. Toda felicidad es una inocencia. Sé muy bien que sólo escribiendo uno llega a decirse las cosas que, pensadas o dichas, son más fugitivas”.
Ambos son dos hombres de letras, la novela es también un escaparate de lo que fue el mundo de las letras en el Madrid de los años ochenta, y como dos hombres de letras que son, el resultado es la altísima calidad de su literatura: la prosa, el vocabulario rico y preciso, el ritmo de narración, el enfoque escogido de tal manera que cada uno aporta su particular punto de vista sobre hechos comunes. En definitiva, que agradezco a los ladrones que haya cometido aquel robo si ello supuso el inicio de esta novela (¿podemos catalogarla como tal?, ¿crónica, autobiografía?) que me ha encantado, este libro sobre -copiando palabras de Cremades- el sexo y el amor, el deseo y la lealtad, el desahogo y el compromiso.