Cambia lo superficial
Cambia también lo profundo
Cambia el modo de pensar
Cambia todo en este mundo
Cambia el rumbo el caminante
Aunque esto le cause daño
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño
Cambia todo cambia
Pero no cambia mi amor
Por mas lejos que me encuentre
Ni el recuerdo ni el dolor
De mi pueblo y de mi gente
Esta es la canción que me vino a la mente cuando estaba acabando de leer “Los niños de lata de Tomate” de Cecilia Domínguez Luis. Y no tanto por el cambio que pueda conocer el protagonista de la novela, que, después de todo, realiza un viaje y como todo aquel que realiza un viaje —o al menos, como todo aquel que realiza un viaje con los ojos abiertos—, sufre un cambio. Pero como digo, esta canción me vino a la mente no tanto por el cambio, sino por lo que no cambia: por lo que no cambia a pesar del viaje o quizás por lo que no cambia gracias el viaje…
En el prefacio de esta novela, Patricia, viajera por Burkina Fasso, se tropieza en un mercado local —cámara de foto en mano— con dos niños que le piden limosna a los turistas sosteniendo, a modo de recipiente, una vieja lata de tomate, y Patricia observó, (dice en el prefacio) «en sus ojos una felicidad distinta, venida de la aceptación de una vida en la que las dificultades para sobrevivir eran un componente más de su deseo de armonía con el mundo» Y a mí me pareció muy acertada la descripción que Patricia concluye sobre la mirada de los chicos, y me recordó a lo que le dijo el somalí Hamed a Ryszard Kapuscinski y que éste publicó en su clásico africano “Ébano”: «Nuestra naturaleza es así, me dijo Hamed, no tan siquiera con resignación, sino incluso con un cierto matiz de orgullo. La naturaleza es ese algo a lo que no hay que oponerse, ni intentar mejorarla, ni hacer nada con vistas a independizarnos de ella. La naturaleza nos es dada por Dios y por tanto es perfecta. La sequía, el calor, los pozos vacíos y la muerte en el camino también son perfectos. Sin ellos, el hombre no entendería el goce auténtico de la lluvia, el sabor divino del agua y la dulzura vivificante de la leche. El animal no sabría disfrutar de la hierba jugosa ni embriagarse con el olor de un prado. El hombre no sabría qué es eso de ponerse bajo un chorro de agua fresca y cristalina. Ni siquiera se le ocurriría pensar que eso significa, simplemente, estar en el cielo».
Pero no cambia mi amor
Por mas lejos que me encuentre
Ni el recuerdo ni el dolor
De mi pueblo y de mi gente
Hace un tiempo leía un libro imprescindible para aquellos que saben viajar con los ojos abiertos: El niño Fulbé, de Amadou Hampaté Ba, en el que el autor nos cuenta cómo era su vida en el poblado maliense en el que nació y creció durante las primeras décadas del siglo pasado. Tras la lectura yo escribía el siguiente texto:
«Hace unos meses, en un viaje a Bruselas, aproveché una tarde para ir a visitar el Museo Real de África Central de Tervuren, un museo viejo y anticuado que los belgas están intentando modernizar sin mucho éxito. Entre sus atracciones más actuales se exhibía un pequeño video que recreaba el encuentro entre Stanley y Livingstone. Stanley entraba a una aldea africana y era guiado a la cabaña de Livingstone por un revuelo de indígenas semidesnudos, portando lanzas, con el cuerpo pintado, que se agolpaban curiosos, como si fueran una manada de cebras, a contemplar al famoso y narrado encuentro entre los dos exploradores. Pero no fue la célebre frase lo que me llamó la atención, Dr. Livingstone, I presume, sino cual era mi imaginario sobre aquellas poblaciones negras que siempre nos han mostrado las películas en blanco y negro rodadas en África: los negros que se agolpan en manadas en las aldeas de chozas, los negros porteadores en las expediciones de los blancos, los negros que salían tras Tarzán montado en un elefante, esos negros que formaban parte del decorado de las películas como si fueran uno más de los grupos de animales que poblaban la sabana; sin mostrarnos nunca nada sobre ellos mismos, sobre sus pensamientos, su organización social o forma de vida. Ése era el lugar que ocupaban los negros en mi imaginario al ver aquellas películas, un elemento más sobre el paisaje africano como lo podrían ser una manada de cebras o de ñus
Si eliminamos todo lo material, es decir, si eliminamos las armas, las carreteras, los barcos, los coches, la ropa, los cubiertos, el telégrafo; si eliminamos todo eso y queda solamente el ser humano, nos damos cuenta de que esos negros que en las películas nos han mostrado como manadas de ñus no eran tan diferentes a nosotros. Esa es la conclusión que extraigo tras leer la juventud en las primeras décadas del siglo XX de Ahmadou Hampâté Bâ. Sociedades africanas basadas en la familia, con padres, madres, tíos, sobrinos. Niños que iban al colegio, que se levantaban a una hora para llegar puntual a clase, que volvían a casa para comer y regresaban después por la tarde. Niños que pedían permiso a los padres para quedarse a dormir en casa de un amigo, o que se fugaban de clase y se dedicaban a hacer travesuras a escondidas para que no les echaran la bronca. Familias que se reunían a la hora de comer, madres que también daban un grito para decir que la comida estaba lista, padres que enseñaban a los niños los modales en las comidas. Familias que se desplazaban de un sitio a otro por asuntos de trabajo, o por asuntos familiares, que utilizaban el transporte -las piraguas en el Níger- para desplazarse de aquí a allá, sabiendo de donde salían las piraguas, los horarios, los precios. Jóvenes que se organizaban en asociaciones vecinales, que mantenían su rivalidad con asociaciones de otros barrios, que cortejaban a las chicas durante las fiestas … Si quitamos lo material, si quitamos las calles, el alumbrado público, los barcos de vapor, y dejamos sólo al ser humano, resulta que esos negros en manada que nos mostraban las películas no eran tan distintos… Eran simplemente seres humanos al igual que nosotros».
Pero no cambia mi amor
Por mas lejos que me encuentre
Ni el recuerdo ni el dolor
De mi pueblo y de mi gente
Y precisamente es eso lo que no cambia: lo que no cambia a pesar del viaje o quizás lo que no cambia gracias el viaje… Y “lo que no cambia” es lo que mejor que nos muestra Cecilia Domínguez Luis, cómo nos recrea Cecilia, con un estilo claro y sencillo, parecido al de Amadou Hampâté Bâ en “El niño Fulbé”, la vida en una aldea africana. Cómo nos acerca Cecilia a la vida rural en África, cómo nos muestra, con respeto y con acierto el día a día, por encima de todo feliz a pesar de la pobreza y de las dificultades, de la aldea, de la familia y de los amigos de su protagonista, Essein.
Essein también tuvo que emigrar, y se marcha hacia Costa de Marfil. Celebro la elección de esta aventura. Hace unos meses los telediarios nos informaban una vez más de las miserias de África (por qué será que nunca nos cuentan las cosas positivas, ¿dar siempre la misma visión parcial de una misma cosa es informar o desinformar?), y en este caso la noticia mostraba las revueltas que se estaban produciendo en ese país a causa de las elecciones presidenciales. Rara vez nos cuentan en estas noticias las verdaderas razones, o quizás sea que rara vez entendemos o tratamos de entender, nosotros espectadores acomodados en el sillón de nuestras casa, las verdaderas razones de esas revueltas, y que en este caso tienen mucho que ver con la historia que nos regala Cecilia Domínguez Luis a través de su protagonista, de su héroe, Essein: la emigración de Burkina Fasso a las plantaciones de cacao de Costa de Marfil, el vecino rico, las tribus procedentes de Burkina yendo a trabajar a donde hay trabajo, asentándose en las tierras marfileñas, y haciendo caso a las declaraciones del entonces Presidente de Costa de Marfil, Houphouëte Boigny, que declaró, públicamente, que la tierra en Costa de Marfil pertenece a las manos de quien la trabaje. Cuando murió Houphouëte Boigny uno de los grandes problemas que se planteó fue ¿de quien era propiedad la tierra?, si de las tribus marfileñas o de las tribus inmigrantes…y he ahí una de las razones de los problemas.
Pero «Los niños de la lata de Tomate» es una novela juvenil, una interesante y acertada novela juvenil, y no entra directamente en estas cuestiones económicas, sociales y políticas, más propias de un público adulto. Pero indirectamente, a través de las aventuras de Essein, sí nos introduce en parte de esa historia africana, y por tanto me parece una magnifica manera de dar a conocer algunas realidades de África, desde una novela sencilla, fácil de leer, entretenida e interesante, predispuesta a abrir la mente a un público juvenil a otras realidades que quizás, no nos deberían ser tan ajenas.
Pero también hay mucho más: prácticas ancestrales como la ablación. Las religiones, las creencias en dioses que nosotros desconocemos y no entendemos y también las creencias en un dios cristiano, que quizás no entiendan los otros. La convivencia entre estas religiones, el cristianismo, el islam, el animismo, el animismo islamizado o cristianizado. También la presencia permanente de los ancestros como juez y parte de la propia vida, la magia y los hechiceros en contraposición con la lógica occidental por encima de todo. Las leyendas que cuentan los ancianos en las aldeas africanas (precisamente fue Amadou Hampâté Bâ quien dijo que cuando en África se muere un anciano se quema una biblioteca), el colonialismo de los blancos, las antiguas civilizaciones africanas y por tanto apuntes de una historia que nunca hemos aprendido. La armonía con la naturaleza, el respeto por los animales y las plantas como elementos integrantes de la vida diaria en las aldeas. Un río que las atraviesa y que se desliza como si fuera aceite, lento, sin rumor ninguno. El respeto por los mayores, la obligación de los niños por el cuidado de sus hermanos, familiares o amigos más pequeños. La educación de la mujer, los matrimonios de conveniencia. El sentido de la hospitalidad africana hacia el extranjero. En fin, tantas cosas interesantes que hacen de esta novela un atractivo para que sus lectores pueda introducirse en la realidad africana, en una realidad africana que desconocemos, en una realidad africana rica y diversa, moderna y tradicional, coherente y contradictoria.
Pero lo que más me ha gustado es el punto de vista que elige Cecilia Domínguez Luis, el narrador, alguien que conoce a Patricia, la turista fotógrafa que un día le enseña las fotos de dos niños pidiendo limosna con una lata de tomate en un mercado de Burkina Faso. Y, el o la narradora, una persona que deja volar la imaginación, e imagina… Imagina la vida de esos dos chicos, y nos las narra con un profundo respeto, mostrándonos la vida en las aldeas africanas sin vencedores ni vencidos, sin buenos ni malos, sin positivos ni negativos, sin juicios sobre lo que es cierto o equivocado. La narradora nos narra con objetividad y respeto, con humanidad y tolerancia, y nos abre las puertas, como lo hace Ahmadou Hampâté Bâ, a la magia de la literatura como forma de conocernos.