Tengo un amigo que siempre me pregunta por qué acaricio los libros mientras los leo. Es cierto, en breves paradas de la lectura, los abro, los cierro, repaso sus hojas, los manoseo con calidez, los sujeto con las dos manos junto a mi pecho…
Estas semanas me he dedicado a releer, curiosamente, historias narradas en lugares en los que he estado: EEUU, París, Buenos Aires, Lisboa…
En aquel viaje conduciendo de Toronto a Chicago la noche me sorprendió a mitad de carretera, encontré un motel de mala muerte en un pueblucho de la América profunda cercano a lago Michigan. Una vez instalado, sorprendido por lo cutre de la habitación (y de la propietaria), apretaba el hambre y conduje a ver si encontraba algo para cenar. Aquello era desolador, unas cuantas casas y gasolineras desperdigadas en un descampado de matojos y cemento. Mientras esperaba por una hamburguesa de pollo en la terraza de un bar destartalado sentía como muchos de los parroquianos (que parecía que nunca habían salido de aquel lugar) me miraban con el rabillo del ojo. Leía El gran Gatsby, aquel tipo que huyó de su pueblo en un estado del centro del país para marcharse a Nueva York, una vez allí quiso esconder su lugar de procedencia, e incluso se cambió el nombre, se enamoró de una chica de la que pensaba que tenía mayor nivel y clase que él. Huía de un pueblo como aquel, quizás, de unas gentes como aquellas que me observaban con disimulo mientras pasaba la página y le daba un mordisco a la hamburguesa.
Fui una semana a París para documentarme mientras escribía Tal vez Dakar. A las seis de la tarde, cuando cerraba la mediateca del museo Branly, me solía ir a un café de la Plaza Saint Paul y me sentaba a escribir. Me acordaba entonces de París era una fiesta, de Hemingway, de cómo intentaba ganarse la vida escribiendo en aquellos cafés, de cómo le daba un espantón a cualquiera que fuese a saludarlo mientras estaba concentrado en la escritura, para después ir a visitar a Gertrud Stein y hablar de cuadros y de libros, o a encontrarse con Scott Fitzgerald y tomarse el penúltimo whisky. París, en esa novela, no me pareció la fiesta que reza el título traducido al español, pero sí un lugar dónde muchos creadores intentaban ganarse la vida creyendo en lo que les gustaba. Y yo estaba en París, creyendo en lo que me gustaba.
Buenos Aires es una ciudad fantástica y brutal, y como todas las grandes ciudades, capaz de devorarte, de engullirte, de extraer lo más oscuro de las soledades del ser humano. En eso pensaba paseando por los alrededores de la calle Corrientes, en qué tipo de edificio vivía Juan Pablo Castel, un personaje (que podría vivir en cualquier ciudad del mundo, que incluso vive en todas las ciudades del mundo) tal vez confundido a la hora de descifrar sus sentimientos. Lo que él piensa que es producto del amor, y en realidad podría ser producto de su inseguridad, de su afán de posesión, de su desesperanza. Caminando por cualquier barrio de Buenos Aires (y supongo que de cualquier ciudad del mundo) puedes intuir personas así, quizás aquel tipo cetrino que estaba sentado al lado mía en una cafetería y que se fijó en el título del libro que estaba leyendo, y que afirmó con un gesto inapreciable cuando se dio cuenta de que era El túnel.
Pasear por Lisboa es una delicia, sin ser la parte más pintoresca de la ciudad me gusta especialmente la avenida da Liberdade, los adoquines blancos lisboetas, los grandes y frondosos árboles y los quioscos donde sentarte a tomar una cerveza y contemplar sus gentes. Leo Sostiene Pereira y trato de imaginar otro tiempo, allá por 1936, cuando la guerra en España era una amenaza para la dictadura de Salazar. Hoy Lisboa es una ciudad abierta, pero fue como nos muestra esa magnífica novela (la mejor relectura, con diferencia, de las cuatro que comento en este artículo), aquella época autoritaria, conservadora, tradicionalista, censuradora, propagandista y represora. La muerte y la vida, esa contraposición que exponen los personajes. Quizás el gesto final de Pereira haya sido en realidad la suma de muchos gestos parecidos que condujeron a aquel 25 de abril (porque ganó la vida), y que habían transformado ese país, esa ciudad en la que yo estaba, leyendo con sumo interés Sostiene Pereira en una terraza arbolada de la avenida da Liberdade.
Los viajes son mucho más placenteros y auténticos cuando lees una historia que sucede allí. La vida es más placentera, auténtica y sólida con los libros, por eso, cuando estoy leyendo uno que me atrapa, lo acaricio, lo abro, lo cierro, repaso sus hojas, lo manoseo con calidez, lo sujeto con las dos manos junto a mi pecho, esa manera de absorber toda su sabiduría…